Una lámpara sobre una repisa, porque las hay muy bonitas, es
sin duda un elemento decorativo en la
casa; pero ese no es el propósito para
lo cual el alfarero la hizo. Fue creada para ser asiento de la luz, sólo que no
alumbrará si no se la llena con aceite. De igual modo, tampoco la lámpara de las Escrituras podrá
cumplir su verdadero propósito sin el aceite de Dios dentro de ella. Es cierto
que son mandamientos y letra de
Dios, pero estos no son los que
iluminan. Brindan conocimiento, trayendo
“luz natural” al entendimiento intelectual, lo cual no es suficiente para quien
necesite salir de oscuridad espiritual.
En la lengua griega, el término “palabra” tenía dos
expresiones distintas, “Logos” y “Rhema”, según el concepto que se deseaba
enfatizar. Cuando se decía: “Logos”, significaba
las palabras comunes que usamos todos los días. También es “logos” la Sagrada Escritura,
pues es la palabra de Dios. Y cuando se decía: “Rhema”, que se traduce
como “palabra viva” o “palabra
derramada”, se trataba de una palabra que tiene poder en sí misma para
obrar en el corazón del que se abre a ella. Es una palabra que no consiste sólo en sonidos o
letra, sino que contiene dentro
de sí el poder para cumplir con la voluntad de Aquél que la emitió, que es
Dios. Porque la “Rhema” solamente él la puede pronunciar.
El
aceite está relacionado con esto, pues dentro de ese líquido existe una
cualidad. Es la que le permite arder cuando se posa fuego sobre él. Sucede que
cuando el fuego lo toca, el aceite lo retiene, no lo deja ir, ni deja que se
apague. Posee dentro de su constitución los elementos para que eso suceda. La
llama de fuego que vino de afuera y fue utilizada para encender el aceite es
bienvenida, y el aceite le da todo lo que necesita para que permanezca
ardiendo. El aceite tiene la cualidad de aceptar el fuego y de aceptar
entregarse sabiendo que será consumido. Acepta ir desapareciendo, dejando que
que el fuego resplandezca con toda su gloria. Permite al fuego asentarse y existir
sobre él. No se opone, ni hace un esfuerzo por soportarlo, sino que se rinde,
se entrega a él. El fuego que lo
encendió seguirá ardiendo porque el aceite se niega a sí mismo su propia
existencia. Esa la virtud es la que justamente lo hace apto para el
alumbrado: que está totalmente
desprendido de sí mismo. Si el fuego se apoya sobre él, lo utilizará para arder
y el aceite se consumirá, pero lo sabe.
La lámpara es Su Palabra creída por mí y probada; ¿qué es el
aceite?
En
el Israel de las Escrituras el aceite se obtenía de los olivos o aceitunas y
era usado comúnmente tanto para cocinar como de ungüento medicinal, o como
perfume si se lo mezclaba con especias aromáticas. Otro aceite especial y
sagrado se usaba para el oficio religioso, para lo litúrgico. Pero el que se
utilizaba en las lámparas era un aceite común para alumbrado. Se lo obtenía
apretando los olivos entre dos piedras inmensas y pesadas que exprimían el jugo
de la pulpa. Este trabajo, en los tiempos de Jesús, ya no lo hacía cada familia
por su cuenta, sino que existían comerciantes molineros que machacaban los
olivos para obtener su aceite y el pueblo se lo compraba a ellos. Como la misma
parábola lo menciona: “Id a los que venden”.
Cuando Dios instruía a
Moisés acerca de los diferentes muebles y accesorios del Tabernáculo que mandó
construir porque quería venir a morar con Su Pueblo, dijo respecto del aceite
para el candelero: “Mandarás a los
hijos de Israel que te traigan aceite puro de olivas machacadas, para el
alumbrado, para hacer arder contínuamente las lámparas”. El machacar
del olivo en el molino, es figura de la obra que Dios realizó sobre su propio
Hijo. Jesús es ese olivo entregado a las manos del molinero.
Y ese aceite es Su Santo
Espíritu.
La Palabra de Dios es la lámpara, y el aceite es
figura del Espíritu Santo del Señor, el cual llena el corazón de quien acepte
Su Palabra.
Esta virtud del aceite de permitir ser consumido no está en
nosotros, pero sí está en él. Por eso dice: “Permaneced en mí y yo en
vosotros” y “Sin mí nada podéis hacer”.
Jesús es aquél olivo machacado que posee dentro de sí la
virtud de aceptar que el fuego se pose sobre él y lo consuma,para que la luz de
Dios almbre a los hombres y los saque de las tinieblas. Ese espíritu de
negarse a Sí mismo por amor al hombre, ese espíritu dispuesto a perderlo todo
con tal que la luz fuese, ese es el espíritu que el aceite está simbolizando.
Jesús hacía del Monte de los Olivos y del huerto de Getsemaní (que en arameo
significa “lagar de olivas”) su lugar de oración. Su comunión con el Padre,
muchas veces era desde ese lugar. Su Espíritu estaba dispuesto; había aceptado
ser consumido por el fuego que Dios encendía, para permitir el fruto de la Vida.
El nuevo pacto que Jesús inició consiste, entre muchas otras
cosas, en una obra que Dios hace dentro del hombre: “Pondré mis leyes en
sus corazones, y en sus mentes las escribiré”. Estas virtudes están en
Jesús, “viven en el aceite”, son del
aceite. No son de la lámpara, porque la lámpara no se
inflama, sino del aceite. La lámpara que
el Alfarero fabricó, la hizo al calor, porque se requiere de una cosa sólida,
que no admita cambios, pero el aceite que entra en ella tiene una naturaleza
distinta. Es tan negado a sí mismo, que toma la forma de la lámpara.
El aceite es el Espíritu del Señor.
Para alumbrar, la lámpara lo necesita; sin él no será más que un adorno. Y así como
no puede salir luz de una lámpara sin aceite, no puede tampoco existir luz espiritual si el Espíritu del Señor no está
en Su Palabra. Es por medio de éste Espíritu que llegará la bendición para los demás; por existir el
olivo machacado es que llegará la luz que ayuda y guía en el camino; ante su poder no prevalecen las tinieblas.
Es
importante el aceite. Mas, a pesar de ser tan importante, quizá casi lo más
importante de todo este conjunto, este aceite no solamente tomará la forma de
la lámpara, no solamente se entregará hasta ser completamente consumido, sino
que durante todo el tiempo de su uso, permanecerá escondido dentro de la
lámpara. Ni se sabe que está; nunca se lo ve. Los resultados son gracias a él,
pero nadie sabrá que es por él. Posee una humildad en sí mismo que le hace dar
a otro el lugar de la gloria. Impregnará la mecha
desde la cual el fuego y la luz brotarán, y él permanecerá cubierto y
escondido. Como que dijera: “No es necesario que me vean a mí”.
Y lo más maravilloso de su esencia es no sólo
que permanece escondido, sino que va muriendo escondido. A nadie se lo
dice, de nadie espera compasión. Nadie ve que va muriendo. El aceite tiene un “espíritu de entrega”. El espíritu de
negarse a sí mismo está en él, pues el aceite sabe que se consume, pero también
sabe que es para bendición de muchos. Entre cuidarse a sí mismo y entregarse, opta
por entregarse. Entre sí mismo y otros, opta por otros. Y se consume. Decimos
"se consume", pero no decimos "se pierde". No se pierde,
pues ha cumplido el propósito de su existencia. No decimos "se
termina"; decimos "la lámpara
se apaga" o "está casi vacía". Y lo mismo ocurre con el Espíritu
de Dios dentro de nosotros. Jesús -desde nuestro ser encendido- se extiende y
bendice a cuantos puede a nuestro alrededor.
El
aceite del Espíritu de Vida que iluminará a los hombres siempre se hallará
solamente en una lámpara formada por la arcilla de Su Palabra. La luz de Dios
que arroja lejos las tinieblas de los hombres nunca se hallará separada de Su
Palabra, porque él se derrama solamente
dentro de Su propia naturaleza.
La luz que iluminará el camino de las vírgenes de nuestro
siglo XX hacia el esposo provendrá de
lámparas que sin inconveniente
alguno podemos decir que es la
Biblia, pero que iluminarán sólo si Dios vierte de Su aceite
divino dentro de esas palabras. Ese aceite de Su Espíritu Santo debe estar dentro de la Palabra, para que la Palabra
pueda ser la luz que guíe a los hombres
hacia el Salvador. Deberá estar ese algo que hace que cualquier porción bíblica
deje de ser un simple texto para convertirse en aquello que aleja las tinieblas
espirituales:
El Espíritu de Jesucristo.